NOTAS de la Iglesia
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   La Iglesia tiene unas características singulares, precisamente por ser una sociedad única y original. Tradicionalmente se han enumerado las cuatro notas principales: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad, que incluso se recogen en los símbolos de fe desde los primeros tiempos, sobre todo en el apostólico.
   Pero, de hecho se puede añadir otros elementos constituyentes como son su visibilidad, su indefectibilidad, su infalibilidad o su ministerialidad. Lo importante no es dilucidar cuáles y cuántas son las características esenciales de la Iglesia, sino su alcance y los compromisos que reclaman en sus miembros.
   Los Obispos de Latinoamérica decían en su reunión de Puebla: "Por lo mismo, aceptar a Cristo es aceptar a su Iglesia. Ella es parte del Evangelio, del legado de Jesús, y objeto de nuestra fe, amor y lealtad. Lo manifestamos cuando deci­mos" Creo en la Iglesia una, santa, católica, apostólica." (Documento. 222)

 

 

   1. Visibilidad de la Iglesia

   Es la primera de las notas. La Iglesia ha sido hecha para este mundo. Tiene que hacerse sensible ante los hombres. Se opone este rasgo primordial la definición de Iglesia de Calvino y de diversos Reformadores, tomada de Juan Huss, para quien la Iglesia consiste sólo en "la comunidad de los predestinados para la salvación (Denz. 627). Calvino la llama "Unión de los elegidos para el Reino". Y con términos que ofrece Lute­ro, sería "la reunión de los santos [fieles], en la cual se enseña rectamente el Evangelio y se administran rectamente los sacramentos." (Conf. Aug., art. 71)
    Para los reformadores, la Iglesia es invisible. Está formada por la comunidad de los elegidos. Sólo Dios la conoce, pues el hombre, según ellos, no sabe si ha sido predestinado a la vida eterna.

    1.1. Conceptos básicos.

   Sin embargo la Iglesia siempre se ha sentido encarnada en el mundo, pues en el mundo fue hecha y al mundo fue enviada por su Fundador. La visibilidad es aquella propiedad de la Iglesia por la cual se manifiesta ante los hombres como realidad humana. Lo primero en ella son las personas. Pero cuentan también, los hechos, los recursos, las instituciones, los templos...
   Hay que distinguir entre lo que se ve materialmente y lo más formal y organi­zativo, que no es material. Cuando no se distingue entre ambas dimensiones, se incurre en la peregrina idea de confundir ley con el libro en el que está escrita la ley, plegaria con la fórmula en que se encierra la plegaria, la "Iglesia" como comunidad con "la iglesia" como edificio en el que se reúnen los cristianos. Es confusión frecuente, incluso entre los cristianos poco instruidos.
    La Iglesia, como conjunto de creyentes unidos por el amor, tiene unas formas que la hacen presente en el mundo. Por ellas es vista, contemplada, aceptada o rechazada por los que nos son creyentes. Los cristianos, o miembros de la Iglesia, están unidos también de manera externa y visible. Forman una sociedad religiosa.
 
   1.1.1. Conviene la visibilidad

   La Iglesia es consciente de que se hace presente ante los hombres todos no tanto por sus edificios, por sus obras de arte o por sus procesiones, sino por sus miembros. De los primeros cristianos se dice que eran visibles en el amor; los paganos decían de ellos: "Mirad como se aman". Y era lo que más atraía hacia su comunidad a otros creyentes.
   Esa testimonialidad preocupa a la Iglesia y sabe que tiene que cultivarla adecuadamente. Los concilios y los grandes escritores de todos los tiempos han insistido en esa visibilidad: Trento hablaba de "sacrificio visible" y "sacerdocio visible y externo" (Denz. 957). El Vaticano I reclamaba atención al "fundamento visible de la Iglesia, que es Pedro y sus sucesores" (Denz. 1821). El Vaticano II recordaba ese dato como algo esencial: "Cristo, Mediador único, estableció su santa Iglesia, comunidad de fe, de esperanza y de caridad, en este mundo, como una trabazón visible y la mantiene constantemente; gracias a ello, comunica a todos la verdad y la gracia. Esta sociedad, dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia de bienes celestes, no han de ser consideradas como dos cosas, sino que forman una sola y única realidad compleja, constituida por un elemento humano o otro divino". (Lumen Gentium 89)
    Este rasgo fue resaltado por los Papas, sobre todo desde que en el siglo XIX el racionalismo científico, y su derivado el laicismo radical, pretendieron entender la Iglesia como algo espiritual e interior, que nada tenía que decir a un mundo real al que ella no pertenecía por su naturaleza.
    Su lema "lo espiritual para los espíritus y lo real para los hombres de este mun­do", en nada entendía ni respetaba la auténtica identidad de la Iglesia, que sintetiza lo místico y lo práctico, por tratar con hom­bres mundanos destinados a la vida celeste.
    Por eso León XIII escribía lo siguiente en la Encíclica "Satis cognitum", de 1896: "Si tenemos ante la vista el fin último de la Iglesia y las causas próximas que operan la santidad, la Iglesia es, efectivamente, espiritual.  Pero, si miramos los miembros que la constituyen, así como los medios que conducen a los dones espirituales, entonces la Iglesia se manifiesta de forma externa y necesariamente visible".
  
  1.1.2 Visibilidad en el Evangelio

   En los dichos y hechos de Jesús, recogidos en los textos evangélicos, queda patente el sentido de comunidad que pretende y que se apoya en una vida real en este mundo. "Ellos quedan en el mundo; no te pido que los saques de él, sino que los defiendas del mal" (Jn. 17.15).
   Otorga a sus Apóstoles el poder de gobernar: "Quien a vosotros escucha a Mí me escucha." (Lc. 10. 16). Considera a sus seguidores señales ante los demás: "Vosotros sois la luz del mundo... y sois la sal de la tierra". (Mt. 5. 13-15). Y les recuerda que tendrán dificultades, "porque le mundo les odia, ya que se han escapado de él."(Jn. 16. 18)
   Esta visión evangélica fue entendida perfectamente por los antiguos Padres de la Iglesia. San Ireneo recuerda a los gnósticos que los verdaderos seguidores de Jesús "forman la Iglesia y en todo el mundo profesan la misma fe, guardan los mismos mandamientos y conservan la misma forma de organización eclesiástica. Ella es el candelabro de siete brazos, que es visible a todos y esparce la luz de Cristo" (Adv. haer. V. 20. 1).
    Y S. Agustín define la Iglesia como la ciudad edificada sobre un monte de la que habla Mateo en 5. 14: "La ciudad se presenta clara y visible a la faz de todos los hombres; pues es una ciudad edificada sobre un monte y no puede ocultarse." (Contra Cresconium II 36. 45)
 


   1.2. Sacramento ante los hombres

   Desde el Vaticano II, el sentido misional y kerigmático de la Iglesia en el mun­do de los tiempos presentes se ha resaltado al máximo. La Iglesia se deja de concebir como "sociedad de los fieles cristianos cuya cabeza visible es el Papa", como define el Catecismo romano, pera resaltar otro aspectos.
   La Iglesia se presenta insistentemente como sacramento universal de salvación. Hasta una docena de veces emplea el Concilio Vaticano II la expre­sión "sacra­mento de salva­ción". (Sacrosanctum Concilium, 5 y 26; Lumen Gentium, 9, 48, 59; Gaudium et Spes 42 y 45; Ad Gentes 1 y 5)  Con esta expresión se recoge la dimensión significativa y dinámica de la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo, que decía con expresión típicamente joánica ser la luz que ilumina a este mundo. "He venido para que tengan luz y la tengan en abundancia" (Jn. 3. 19; 8. 12; 9. 5)
   Cristo puso al alcance de los hombres todos medios que ellos necesitaban para cumplir la voluntad divina: ilustró sus inteligencias, ofreció consejos y consignas, sobre todo dio ejemplos concretos de cómo tenían que hacer.
   Entre estos medios, Jesús quiso ofrecer para la salvación humana determinadas riquezas divinas y magníficas, a fin de demostrarnos el amor que nos tenía. Las más valiosas fueron:
      - El don de su presencia, pues incluso quiso quedarse con nosotros de manera misteriosa en el pan eucarístico.
      - El testimonio de sus hechos, que eran más persuasivos que sus palabras.
      - El mensaje de su palabra de vida eterna, que no era otra cosa que la revelación confiada por su Padre celestial para ser transmitida a todos.
      - Los signos sensibles o sacramentos que instituyó, a través de los cuales quiso darnos su gracia y amistad.
      - Y la promesa de su Espíritu Santo, que también nos fue pre­sentado como el Consolador y fue enviado por el Padre y por el Hijo.
    Estos dones divinos, estos regalos, fueron entregados a sus seguidores. Pero se los regaló de manera solidaria, no para uso individual. Para que los entendieran, recordaran y profundizaran, les dio también el regalo de la Comunidad de vida y de amor, en la que compartieran los dones del Señor.
    La Iglesia es la Comunidad de Jesús, constituida por todos los hombres que aceptan su mensaje y que asumen el vivir conforme a sus enseñanzas. Los que creen y los que viven según la doctrina de Jesús son los verdaderos miembros de la Iglesia. Los que no creen y los que no viven en conformidad con su mensaje están llamados a incorporarse a su familia, a su grupo, a su Comunidad, pero no lo son todavía en la medida en que su pensamiento y sus hechos no se hallan en la línea de Jesús.
    Jesús fundó la Iglesia para cumplir con la voluntad salvadora del Padre que le había enviado a la tierra. Como enviado del Padre, todo lo hacía en conformidad con su misión salvadora. Por eso funda la Iglesia y la confía la misión de prolongar en la tierra su misión redentora. Es el verdadero rostro de la Iglesia: rostro de misericordia, de fortaleza, de iluminación, de animación, de esperanza.

    1.3. Faceta interna e invisible

    Es evidente que la Iglesia no agota en su faceta visible su misión en el mundo. Es portadora de riqueza interior, mística, espiritual, que es la gracia que está destinada a repartirse entre todos los hombres. Esa faceta interna e invisible es decisiva en su misión.
    El fin de la Iglesia, la santificación de sus miembros y de todos los hombres que quieran aprovecharse de su oferta de salvación, debe también ser cumplido con los medios externos que ella puede recoger y emplear. Pero posee también los medios internos que sus riquezas verdaderas portentosas: la verdad, el mensaje, la gracia, la esperanza, el amor, sobre todo el Espíritu Santo.
    Ella es distribuidora de "la gracia de Dios" y de "sus gracias participadas". Pero necesita hacerlas presentes en el mundo. Y la Iglesia lo consigue a través del soporte de su palabra y de sus hechos de caridad.
    Las objeciones que se puedan alzar contra la visibilidad de la Iglesia, que a veces se han apoyado también con textos evangélicos aparentemente contundentes: "El reino de Dios está dentro de vosotros." (Lc. 1. 7 y 2. 1.), no son capaces de eclipsar las numerosas referencias a la comprensión de su realidad humana y de sus proyección mundanal.

 

 

   

 

   2. Unidad de la Iglesia

   Por unidad no se entiende tan sólo la unidad asociativa y organizativa, o unicidad, sino principalmente la unidad interna o "indivisión". La Iglesia, fundada por Cristo, es única. No hay otra que pueda tener la misma ascendencia en el Señor Jesús, aun cuando hay diversos grupos que se llaman a sí mismos "ortodoxos", "evangélicos", o cristianos.
   La Iglesia profesa en el símbolo niceno-constantinopolitano su fe con claridad. "Creo en una santa Iglesia" (Denz. 86). Pero los modos de aclarar y fundamentar esa unidad han variado con los tiempos. Además no conviene confundir unidad, con uniformidad, con unicidad, con unani­midad o con unión.
     -  Los primitivos cristianos situaban la unidad en el amor, tal como lo había man­dado el Señor. (Jn. 13. 31-35)
   Eran unidad porque se amaban como hermanos de la misma familia.
     -  Con las herejías, que desde el siglo II surgen, la unidad se situó fundamentalmente en la doctrina. Y esa actitud se transmitió a lo largo de la Edad Media.
     -  Con las rebeliones del siglo XVI, sobre todo la unidad se vinculó con la autoridad. El concilio del Vaticano I ponía la unidad en la autoridad única: "Para que toda la multitud de los fieles se conservara en la unidad de la fe y la comunión, puso a San Pedro a la cabeza de todos los demás Apóstoles, estableciendo en él el principio visible y el funda­mento perpetuo de esta doble unidad" (Denz 1821).
    Era enseñanza que refrendaba luego León XIII en su Encíclica Satis cognitum, sobre la unidad: "Como el divino Fundador quiso que la Iglesia fuera una en la fe, en el gobierno y en la comunión, eligió a Pedro y a sus sucesores como fundamento y, en cierto modo, centro de la unidad." (Denz. 1960)
     -  Los tiempos modernos, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, han situado el conceptos de la unidad eclesial en la armonía divina que rige en la comuni­dad terrena y en la fuerza cohesiva que genera la misión evangélica. Resalta la necesidad de la unidad por su carácter misional y testimonial. "La Iglesia, en fuerza de su misión de iluminar al orbe entero con el mensaje apostólico... debe tener la unidad del único pueblo de Dios." (Gaudium et spes 92)
    Con los diversos testimonios conciliares y pontificios sobre este aspecto, podemos distinguir una doble unidad de la Iglesia: la unidad de fe y la unidad de doctrina, la unidad de comunidad y la unidad de autoridad.


     2.1. La unidad de la fe

    Se produce cuando todos los miembros de la Iglesia creen internamente, al menos de forma implícita, y confiesan de corazón, no sólo externamente, las verdades de fe propuestas por el Magisterio eclesiástico.
    Se cumple entonces la consigna paulina: "Con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa para la salud." (Rom. 10. 10).
    Es decir, que todos responden a los mismos misterios revelados y a los mismos dogmas proclamados por la autoridad. Y los enuncian con el mismo Símbolo formal de la comunidad eclesial.
    La unidad en la fe afecta al núcleo básico de las enseñanzas oficiales de la Iglesia, no al resto de las doctrinas complementarias, derivadas o marginales, en donde existe margen suficiente para mantener diversas opiniones.

   2. 2. La unidad de doctrina

   El sentido de la unidad doctrinal se vincula con la manera y contenido natural de las enseñanzas, lenguajes, testimonios que aparecen en el Evangelio como mensaje de Jesús o se transmiten en la Tradición como estilos cristianos.
   La unidad eclesial implica no tanto la exégesis unificada de lo que se debe transmitir y vivir en la Iglesia, sino la aceptación de lo que Cristo enseñó.
   Lo difícil es deslindar lo que Cristo quiso enseñar en los diversos aspectos de su mensaje y lo que son interpretaciones variables que se han dado a lo largo de los siglos o se dan en el contexto de las diversas culturas.
   La cuestión no debe ser fácil, puesto que todos los disidentes en la Historia de la Iglesia se han apoyado en los textos del Evangelio para justificar las más dispares actitudes o enseñanzas.
   Los miembros de la Iglesia constituyen un cuerpo social en el que hay pensadores muy diversos, tanto por sus capacidades intelectuales como por sus contextos culturales. No es posible humanamente reclamar una unidad perfecta en la formulación de la doctrina cristiana.
   Por eso es conveniente diferenciar entre las doctrinas fundamentales, que son las que deben constituir el soporte o cimiento de la unidad en la Iglesia, y las opiniones particulares, que pueden variar como es natural. Entre el dogma de la divinidad de Cristo y el sentido de la indulgencia o el valor matemático de los sufragios por los difuntos hay tanta distancia en valor doctrinal, que es preciso discernir con frecuencia lo que es discutible y lo que es innegable.
   Algo parecido acontece en la moral y en la liturgia. Entre la defensa de la vida del hombre y la frontera entre usura y rentabilidad natural en los préstamos, entre certeza de la presencia de Cristo en la Eucaristía y la inflexibilidad en una fecha concreta para celebrar la Pascua, hay distancias incalculables.
   Se reclama como necesidad la unidad doctrinal, pero se discute dónde están más o menos las fronteras de lo opinable y de lo indiscutible, sobre todo en tiempos culturales en los que la libertad de expresión se considera un "derecho humano" fundamental.
   La unidad de la fe y de la doctrina se rompe por el error, por la herejía y, con frecuencia, por las actitudes ambiguas, reticentes o imprudentes en la defensa de la verdad. A veces son las novedades doctrinales más cercanas a las opiniones periodísticas resonantes que a las enseñanzas serenas de los creyentes, las ponen en peligro esa unidad o llevan a confundir la verdad con la novedad.

  2.3. Unidad de autoridad

   Esta unidad consiste, en la aceptación, y sujeción por parte de los miem­bros, de la autoridad: del Magisterio en su misión de enseñar, de la Jerarquía en su ministerio de gobernar.
   Esa unidad se fundamenta en las personas "ordenadas", sacramentalmente o no, para el servicio del mando: al Papa como Primado, a los Obispos como pastores sucesores de los Apóstoles, a las instancias de gobierno que la Iglesia establece para un ejercicio subsidiario o vicario de la autoridad.
   La unidad de autoridad se rompe cuando se altera la comunión con las personas que la desempeñan y con la comu­nidad en la que se vive. En­tonces surge el cisma, corte o separación. También se destroza con las actitudes rebeldes en contra de la autoridad, las cuales tienden a promover el alejamiento de una persona o comunidad particular, adoptando distancias o provocando disensiones.

    2.4. Unidad de misión

   La unidad de misión es también importante y afecta a la razón de ser de la misma Iglesia. La unidad de misión es perfectamente compatible con el cultivo de los carismas particulares de las personas o de los grupos.
   Cristo y los apóstoles presentaron con insistencia la unidad como una propiedad esencial de la Iglesia para que el mensaje fuera recibido: "para que el mundo crea que Tú me has enviado" (Jn 17.23) Y esa actitud fue desarrollándose a lo largo de los siglos.
   Cuando la Iglesia se extendió entre los diversos pueblos y culturas, los aspectos externos desdibujaron en ocasiones los vínculos con la autoridad, incluso fomentado impresiones incorrectas en la Iglesia: de "federación", de "asociación", o de simple "reunión" de opiniones religiosas confluyentes entre los miembros, pero no de unidad de cuerpo, de alma y de ideal escatológico.
    Sin embargo, Cristo confió a sus Apóstoles el encargo de predicar su doctrina a todos los pueblos de manera unida y exigió un consentimiento ab­soluto a tal predicación. (Mt. 28, 28; Mc. 16. 15.)

    2.5. La comunión

    La unidad, tanto de la fe y de la doctrina como de la autoridad y de la misión, se sintetiza en la palabra común unión, o comunión. Ella queda salvaguardada de la forma más segura con la práctica del amor fraterno entre los creyentes.
    Los vínculos del servicio a los demás hermanos de la comunidad uni­versal son decisivos en la comunidad querida por Jesús.

    2.5.1. Comunión de los creyentes

    La unidad de corazones y de ideales, la unidad en afectos y compromisos, será un distintivo especial de la Iglesia de Cristo ante los demás hombres. Y se define no tanto por metáforas y relaciones visibles, sino por la misteriosa conexión que se establece entre los seguidores del Crucificado y Resucitado.
    San Pablo repre­senta simbólicamente a la Iglesia bajo la imagen de una casa (1 Tim. 3. 15) o de un cuerpo humano (Cor. 12. 1-17 y Rom. 12. 4), entre otras comparaciones. Exhorta con insistencia para que se guarde la unidad exterior e interior, signo de autenticidad: "Sed solícitos por conservar la unidad del espíritu, mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos" (Ef. 4. 3-6).
    Y considera las rupturas como el atentado más nefasto para la Iglesia de Jesús: "Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, para que todos habléis igualmente, y ojalá que no haya entre vosotros escisiones, antes seáis concordes en el mismo pensar y el mismo sentir" (1 Cor. 1. 10). "Al que enseñe doctrinas sectarias, evítale, después de una y otra amonestación" (Tit. 3. 10; Gal. 1. 8)
    Sin embargo la Iglesia de Jesús ha conocido rupturas constantes a lo largo de su historia. El escándalo de las divisiones ha sido siempre mirado como algo misterioso que atenta al mismo Corazón de Jesús y la prueba fehaciente de que el espíritu del mal, "el Dragón" se halla siempre en guerra con la Iglesia, "la mujer". (Apoc. 12)
    En su oración de despedida, llamada sacerdotal por la tradición, Jesús rogó encarecidamente al Padre por la unidad de los Apóstoles y de los que habían de creer por su predicación: "No ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en Mí por su palabra, para que todos sean uno como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, para que también ellos sean unidad en nosotros y el mundo crea que Tú me has enviado." (Jn 17. 20)

    2.5.2. Comunión en la Historia

    Los Padres de los primeros siglos lucharon con ardor contra la herejía, para mantener la unidad de la fe y de la doctrina.
    Pero lucharon también contra las disidencias en la comunidad, para man­tener la unidad afectiva a ideológica entre los cristianos.
    San Ireneo decía ya en el siglo III en que comenzaban las divisiones: "Así como el sol es uno mismo en todo el mundo, así también el mensaje de la verdad penetra en todas partes con la misma luz e ilumina a todos los hombres que quieren llegar al conocimiento de la verdad." (Adv. haer. 1. 10)
    Precisamente surgieron los símbolos de la fe, o credos, para mantener la unidad en las expresiones con las que se declaraba y proclamaba la fe. Los testimonios sobre el significado de la unidad y la importancia que tiene para asegurar la verdad y la permanencia en la fe fueron siempre numerosos.
    San Cipriano, con motivo de la escisión religiosa entre Cartago y Roma, escribió la primera catequesis sobre la unidad de la Iglesia católica, llegando a afirmar que "es imposible salvarse, si no se permanece unido a la única Iglesia de Jesús." (De eccl. cath. unit. 6).
    Siglos más tarde, Sto. Tomás de Aquino fundamentó la unidad de la Iglesia en tres elementos: la fe común de todos los miembros de la Iglesia, la esperanza común en la vida eterna y el amor co­mún a Dios y al prójimo por medio de los servicios de caridad prestados mutuamente. "El creer en la unidad de la Iglesia es condición para alcanzar  vida eterna". (Expos. Symbol. 6)

 

 
 

 

  3. Santidad de la Iglesia

   La santidad, en Dios, es su propia esencia infinita, su perfección suprema. La santidad, en la criatura, significa vinculación con Dios.  Hay que distinguir entre santidad subjetiva o personal y la santidad objeti­va o real.
   - La santidad subjetiva consiste, negativamente, en carencia de pecado; positivamente, es la unión sobrenatural con Dios por medio de la gracia y la caridad.
   - La santidad objetiva es inherente a cosas y personas que están consagradas al servicio de Dios o producen la santificación de los hombres.

  3.1. Razón de esa santidad

  La Iglesia es santa porque ha sido instituida por Jesús, Hijo de Dios, y la transmite sus cualidades personales: caridad, doctrina, sabiduría, virtud, amor, paz. En cuanto participante de la santidad de Jesús, la Iglesia es santa por motivo de su institución, de su naturaleza y de su misión.
   Jesús, cabeza invisible de la Iglesia, es santo por su propia naturaleza, infinita en cuanto Dios, creada en cuanto hombre pero hipostáticamente unida a la divinidad. También, en cuanto hombre, Jesús tiene la plenitud de la santidad, de la perfección, de la gracia eterna. Y esa plenitud supone la fuerza expansiva y comunicativa para sus seguidores. Al instituir la Iglesia, la trasmitió sus dones, el principal de ellos es el Espíritu Santo, que tantas veces Jesús prometió enviar a sus discípulos. El Espíritu Santo, tercera persona divina de la Stma. Trinidad, confiere sus dones a la Iglesia y ellos son los modos o expresiones de la santidad.
   Por otra parte, la Iglesia también es santa en función de su finalidad, que es servir a los hombres en su vinculación con el mensaje salvador de Jesús. Y por eso la Iglesia emplea en la santificación de sus miembros todos los instrumentos que Jesús puso en sus manos: la doctrina y la fe, los preceptos y consejos de vida, el culto y la plegaria, los sacramentos, sobre todo el Sacrificio de la Eucaristía y la Palabra de la Sda. Escritura cuyo depósito posee para su proclamación en el mundo.
 
   3.2. Expresiones de santidad

   La santidad de la Iglesia no es un concepto abstracto, sino una cualidad concreta, una vida, un don que se hace presente en sus miembros. Gracias a las ayudas y apoyos de la Iglesia, cada cris­tiano vive la santidad: una veces de forma ordinaria (participación en la gracia de la Iglesia); y en ocasiones en las expresiones extraordinarias de heroísmo e inmolación (mártires, confesores, apóstoles, misioneros, etc).
   Jesús consideró que la santidad de los discípulos debía ser semilla y fermento, sal, luz, camino, invitación, ejemplo, de la santidad de los demás hombres. (Mt. 13. 33; Mt. 5. 13-14).
   Cuando S. Pablo llama a los cristia­nos "santos", (1. Cor. 1. 2; Tim. 3. 15) les indentifica con "consagrados" a Cristo, "segregados" del mundo, destinados a la salvación por los méritos de Jesús. Pero también les considera participantes de la santidad de la comunidad a la que perte­necen: "Cristo amó la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de pre­sentársela a sí mismo gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable." (Ef. 5. 25-27 y Tit. 2. 14)
   El modelo de la santidad cristiana es evidentemente Cristo (Ef. 4. 11-13) y el código de consignas se halla en los Evangelios.
   Pero Cristo es la misma santidad en sí mismos. Y ha querido tener a la Iglesia como cauce para que su santidad se haga pre­sente en sus seguidores. (1 Cor. 1. 2; 1. 2). Por eso la Iglesia se presenta, no sólo como santa, sino como santifi­cadora.
   Lo dice claramente el Concilio Vaticano II: "En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia. Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a la cabeza, hasta que en todos ellos quede configurado el mismo Cristo.
   Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos.
   Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo sus pasos en la tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabe­za, padeciendo con él a fin de ser glorificados con El." (Lumen Gentium 7)

 

  

 

   


 
4. Católica y Apostólica

   Las otras dos cualidades tradicionalmente consideradas como notas básicas de la Iglesia, catolicidad y apostolicidad, son también distintivos queridos por Cristo que vino para salvar a todos los hom­bres, y no sólo a los elegidos.
   Por eso considera la Iglesia que su misión es "universal" y se siente vinculada a la herencia apostólica por su participación en la misión radical que Cristo les entregó a sus seguidores. Se siente destinada a abarcar a todo el mundo, y eso es la catolicidad; y tiene el deber de anunciar el Evangelio a todos los hombres y eso es la apostolicidad.
   Hay que entender lo que es la misión apostólica de la Iglesia y lo que implica su vocación de universalidad, notas ambas que son decisivas.
   Según San Pablo, Cristo es la "piedra angular" sobre la que está construido el edificio espiritual, que alberga a todos los fieles. (Ef. 2. 20). Con esta expresión no hace otra cosa que recoger la misma expresión de Jesús había propuesto en vida: "No habéis oído aquello de la Escritura de que "la piedra que recha­zaron los constructores se ha convertido en la piedra angular, y que es obra del Señor y admirables ante nuestros ojos." (Mc. 12.10).
   El reclamo universal de la Iglesia es consustancial: está para todos los hombres, al margen de su raza, sexo, edad, lengua o cultura.
   Es consecuencia de la universalidad de la Redención. Por eso le viene del mismo Cristo, que abarcó en su acción salvadora a todos los hombres, al mar­gen de si eran judíos o gen­tiles. El fundamento que es el mismo Cristo. Sobre él tienen que seguir edificando los men­sajeros de la fe en su apos­tolado (1 Cor. 3. 11).
   Cristo es la cabeza de la Iglesia universal (Ef. 5. 23; Col. 1 18). La Iglesia es propiedad suya, pues "la adquirió con su sangre." (Hech. 20. 28). Es su esposa, y se ha entregado por ella a fin de santificarla y hacerla gloriosa (Ef. 5. 25-27).
   Fieles al encargo de Cristo, los Apóstoles predicaron su Evangelio a judíos y gentiles y fundaron comunidades cristianas "católicas", "evangélicas" y "ortodoxas". Éstas se hallaban unidas entre sí por la misma fe y la misma plegaria.
   Desde el primer momento, la Iglesia se sintió abierta al mundo entero, destinada a ofrecer se mensaje y se supo heredera a través de los siglos de la misma tarea del Señor Je­sús.
   Por eso pudo siempre decir con alegría las mismas palabras de S. Pablo: "Todo esto se lo debemos a Dios, que ha hecho la paz con nosotros por medio de Cristo Jesús y nos ha confiando la tarea de llevar la paz a los demás... Somos embajadores de Cristo y es el mismo Dios el que exhorta por medio de nosotros." (2 Cor 5. 19-20) 

    5. Indefectibilidad y permanencia

    La indefectibilidad es la propiedad que asegura a la Iglesia su permanencia hasta el final de los tiempos. Cristo puso su Iglesia en el mundo para anunciar y mantener su mensaje. La misión de anunciar el mensaje no terminará nunca. Aunque hipotéticamente todos los hom­bres se hicieran discípulos de Jesús, la misión de confirmar, alentar y sostener la fe no terminaría nunca.
   Por eso la Iglesia tiene la conciencia de que "las puertas o el poder del mal no podrán destruirla." (Mt. 16.19). Su misión es perpetua, según la promesa de su divino Funda­dor. Y su trabajo será interminable, imperecedero, no sufrirá ningún cambio sustancial a lo largo de los tiempos.
   La indefectibilidad es diferente de la inmutabilidad.  La Iglesia cambiará en las formas, no en el mensaje. La doctrina cristiana es inmutable en cuanto a la esencia. Pero deberá adaptarse a las culturas, a los lenguajes y a los modos de entender de los hom­bres.
   Las persecuciones, los avatares históricos y las formas sociales pueden cambiar los lenguajes de la Iglesia. Pero la Iglesia, en cuanto tal, tiene asegurada su per­ma­nencia hasta el fin del mundo.

   5.1. Mensaje bíblico

   La permanencia está explícitamente prometida por Cristo. El edificó su Iglesia sobre roca viva, para que pudiera resistir los ataques de todas las inclemencias de los tiempos (Mt. 7. 24), y le aseguró su presencia para siempre: "Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos" ((Mt. 28, 20; Jn. 14. 27). Con su presencia está asegurada claramente la perpetuidad e indestructibilidad.
   "El poder del mal no podrá nada contra ella." (Mt. 16.19) Por el poder del mal se puede enten­der el odio de los enemi­gos o los mismos peligros internos de los adeptos. En todos los casos, la Iglesia sobrevivirá a los riesgos exteriores e interiores. Es la palabra de Jesús; y en ocasiones en sus parábolas, las de la mala hierba, por ejemplo, (Mt 13. 24-30 y 36-43) o la de la red de pescar (Mt. 13. 47-50), resalta la presencia del Reino de Dios sobre la tierra y su dura­ción definiti­va.
    Las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento presentan ante nuestros ojos la perspectiva de una eterna alianza de Dios con su pueblo (Is. 55. 3-61; Jer. 32. 40). Hablaron de un Reino eter­no e in­destructible (Is. 45. 7; Dan. 2. 44 y 7. 14). Se aludió a que el trono de David, símbolo de Israel, subsistiría para siempre, lo mismo que el sol y la luna (Sal. 88. 37).

   5.2. Conciencia eclesial

   La Iglesia entendió desde los primeros momentos que el Nuevo Pue­blo de Dios se hacía heredero de todas las promesas del Antiguo Israel. También se aplicó las consoladoras promesas de supervivencia, a pesar de las persecuciones.
   Un símbolo de la Iglesia se vio siempre en el trono de David, que se hace nuevo cuando Cristo viene a la tierra: "Reinará en la casa de Jacob por siem­pre y su reino no tendrá fin". (Lc. 1.32)
   La fuerza de sus promesas de permanencia culminó con la promesa y la llegada del Consolador, del Espíritu Santo (Jn. 14, 16). Ese Espíritu será el fundamento definitivo de la permanencia. Lo recordaba S. Ireneo: "Gracias a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia permanece." (Adv. haer. III. 24). Y S. Agustín escribía: "La Iglesia vacilará cuando vacile su fundamento. Pero ¿cómo va a vacilar Cristo?... Mien­tras Cristo no vacile, tampoco vacilará la Iglesia en toda la eternidad." (Enarr. Salm. 103, 2, 5)

   5.3. La razón.

   La razón de la indefectibilidad no es otra que Cristo mismo que la instituyó. La comunidad de los seguidores de Jesús entró en sus planes salvadores definitivos. Mientras haya hombres que salvar, la Iglesia se mantendrá por voluntad de Cristo. Cristo y el Espíritu Santo son los avales y garantías  (1 Cor 3. 11)
   Santo Tomás recordaba cómo la Igle­sia en el pasado venció todos los obstáculos y ponía ese hecho como garantía de que en el porvenir seguirá venciéndolos, sean cuales sean sus promo­tores y su intensidad (Summa Th. III 106. 4), porque está edificada sobre la roca firme, que es Cristo.
   Determinados ad­versario la han considerado como una sociedad que puede desaparecer, con las mismas variables sociológicas de las demás sociedades de la tierra: empresas, reinos, imperios. Así lo pen­saban en los tiempos antiguos los montanistas. En la Edad media el franciscano espiritualista Joaquín de Fiore procla­maba la llegada de una nueva época del Espíritu Santo y la aparición de una Iglesia del Espíritu, ya que la Iglesia del Verbo, la de Cristo, se había mundanizado y tenía que desaparecer.
   Lutero y los reforma­dores no llegaron a tanto, pero rechazaron la Iglesia Histó­rica y real, la del papado, por sus vicios y errores (De Captivitate Babiloniae (De la maldad de Babilonia = Roma) fue el texto lutarano más agresivo, aunque el menos teológi­co del gran Reformador.

 
 

  

   6.  Infalibilidad de la Iglesia

   La infalibilidad es la cualidad de la Iglesia de hallarse protegida por Dios para que no caiga en error. Por la ayuda divina ella no puede equivocarse en lo que enseña o en lo que manda a sus se­gui­dores.
   Hay una infalibilidad activa, que es la inherente al ejercicio de su labor. La tienen los Pastores de la Iglesia en su labor de Magisterio. Y hay una infalibilidad pasiva, que afecta a toda la comunidad de creyentes para que no incurran en errores cuando, unidos a los pastores, creen, viven y proclaman un mensaje en el mundo.


 
 

6.1. Realidad de la infalibilidad

   La Iglesia, por medio de su Magisterio, es infalible cuando proclama algo en materia de fe y costumbres de forma explícita (ex cathedra). Es un dogma definido, por lo tanto de obligad aceptación.  Pero es también infalible cuando enseña a los fieles a pensar y a vivir, de manera universal y ordinaria, aunque no se trate de verdades definidas por la autoridad. Los fieles, y los no creyentes también, no se equivocan cuando siguen a la Iglesia.
   Se suele hablar mucho, en favor y en contra, de la infalibilidad solemne, la defiida en el Concilio Vaticano I. Allí se proclamó: "El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra... posee aquella infalibilidad con que el divino Salvador quiso que estuviera dotada su Iglesia cuando definiera algo en materia de fe y costumbres" (Denz. 1839)
    Y se habla menos de esa otra infalibilidad ordinaria, pastoral, vital, que es de cada día y garantiza al cristiano que camina, el acierto en sus creencias y en sus prácticas religiosas, dándole seguridad contra el error.
    Precisamente porque también existe esa seguridad ordinaria se puede ser cristiano con paz y con alegría cuando se vive en comunión con la comunidad eclesial.

   6.2. Voluntad de Jesús

   Cristo prometió a sus Apóstoles su presencia y su asistencia. La Iglesia es infalible, por cuanto tiene una misión de enseñar. Mal podría cumplirla por sí misma, si no tiene al Espíritu Santo consigo y el mismo Cristo se hace pre­sente con su ayuda.
   Jesús lo dijo muy claro: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad." (Jn. 14. 16) El mismo prometió quedarse en la comunidad eclesial: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo." (Mt. 28, 20). La conciencia de la Iglesia ha sido permanente en este terreno: Jn. 14. 26; 16, 13; Hech. 1. 8.
   La asistencia incesante de Cristo y del Espíritu Santo asegura a los seguidores de Jesús, y a cuantos desde fuera se interesan por su mensaje, que la Iglesia no se equivoca al exponer y al exigir sus principios de vida cristiana.
   Si la iglesia fuera una sociedad más falible, algo no funcionaría en la obligatoriedad de acoger su doctrina, impuesta y propuesta por el mismo Cristo: "El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará." (Mc. 16, 16)
   Cristo exige obediencia absoluta a la fe (Rom. 1. 5). El ha dicho bien claro que su palabra se identifica con la de sus seguidores y viceversa: "El que a vosotros oye, a Mí me oye; el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia". (Lc. 10. 16; Mt. 10. 40. Jn. 13. 20).
   Si los Apóstoles y sus sucesores no están libres del error, no podrían asumirse frases tan contundentes.

   6.3. Objeto de la infalibilidad

   Evidentemente la infalibilidad sólo puede afectar a la verdad religiosa, dog­mática, moral o cultual. No es extensible a las verdades humanas: cultura­les, sociales, científicas, incluso morales, siempre opinables. Ni puede exten­derse a los lenguajes con los que se expresa la verdad religiosa y que tantas oscila­cio­nes culturales y temporales pueden sufrir.
   Pero algo hacer suponer que también esas verdades humanas, o formas expresivas, se hallan supeditadas a la verdad religiosa, pues en nada la ciencia puede contradecir a la revelación.
   La Iglesia puede y debe, por lo tanto, exponer y clarifi­car también todo lo que indirectamente se refiere a la doctrina revelada. Puede exponer la limi­tación de la ciencia en aspectos que afectan a la verdad religiosa. De otra manera, no cumpliría con su misión de ser custodia y maestra de la palabra revelada por Dios", según el Concilio Vaticano I. (Denz. 1793 y 1798).
   Esta misión no es sólo de la Jerarquía y del Magisterio, sino de los miembros capaces de este servicio en la comunidad eclesial. Los teólogos y los fieles, sobre todo cultos o poseedores de sentido común y juicio práctico excelente, pueden y deben opinar, prevenir, discernir y reclamar los derechos de la verdad. Pero su juicio y su pensa­miento, por sabio o fundado que sea, debe estar sometido a la "autoridad".

 

   

   7. Si Jesús volviera

   Jesús quiso formar un grupo de seguidores que se mantuviera fiel a sus enseñanzas a lo largo de los tiempos. Y quiso que esos seguidores llevaran su mensaje de salvación a los hombres de todo el mundo y a lo largo de los tiem­pos.
   Ha pasado 2.000 años. ¿Volvería Jesús a establecer la Iglesia si se hiciera de nuevo presente en vida mortal, como lo hizo entonces? ¿Estará satisfecho de cómo ha evolucionado la Iglesia a lo largo de esos dos milenios?
   Esta cuestión puede parecer curiosa e impertinente. Sabemos que Jesús no va a volver sobre la tierra de esa forma, pues su venida fue definitiva e irrepetible en lo histórico.
    Pero podemos dejar que nuestra fan­tasía responda a lo que Jesús hoy haría en relación con su Iglesia. Incluso, podemos tener la certeza de que es lo que precisa­mente El quiere de nosotros, sus seguidores.
   Siempre nos debemos sentir en la necesidad de actualizar, vitalizar y vivificar la Iglesia con la suposición de lo que Jesús haría al comienzo del tercer milenio del cristianismo.
   - Seguramente haría una Iglesia exactamente igual en lo esencial a la que configuró durante su vida terrena, sobre todo si sabemos que quiso hacerla como un grupo de personas relacionadas por el amor, con un Mensaje, con un Magisterio, con Apostolado.
   - Es indudable que formaría en su Iglesia un grupo de animadores y de evangelizadores renovado: catequistas, educadores, pensadores, proclamadores de la verdad.
   - Es seguro que pondría una Jerarquía, un Ministro o Servidor especial al frente de toda la Comunidad. Y mantendría unos Obispos o Pastores de cada comu­nidad local extendida por la tierra.
   El siempre quiso que la unidad estuviera protegida por la verdad, por la cari­dad y también por la autoridad.
   - Sin duda daría menos importancia al culto que al amor, pues El dejó bien claro en su vida que lo importante era el Espíritu y no el Templo, sobre todo cuando condenó la hipocresía y la mal­dad.
   - Y sobre todo, Jesús mantendría los criterios preferentes que se hallan vivos en el Evangelio: conversión y de sincero arrepentimiento de los pecados, confianza en la Providencia que cuida a los hombres, amor preferente a los pobres y a los pecadores, sentido del perdón incluso a los enemigos, firme esperanza en que el Reino de Dios está siempre cerca de los que aman al Señor.
   La Iglesia no es un "simple resultado" histórico de un kerigma transformado sociológicamente. No es la simple "consecuencia" de la acción evangelizadora de los seguidores de Jesús. S. Pablo se estremecería de espanto si leyera la Vida de Jesús de D. F. Strauss (1808-1874) o la de E. Renan (1823-1892).
   Están los espíritus críticos radicales tan lejos de entender lo que Jesús haría de nuevo por su Iglesia como los místicos y los utópicos.
   El Señor, de nuevo en la tierra, buscaría muchos discípulos, anunciaría con valentía su Reino y formaría una comunidad peregrina en busca del Reino.
   Volvería los ojos hacia sus Apóstoles y diría: "Estos son mis hermanos" (Mt. 12.48). Y a ellos les diría, sin duda, de nuevo: "Quien a vosotros escucha a Mí me escucha y quien a vosotros rechaza a Mí me rechaza" (Luc. 10. 6)